Elqui Opinión

La educación en tiempos de reggaetón

Por: Benjamín León, escritor y profesor. 

La educación es la gran deuda de nuestra sociedad. Hemos cimentado un mundo basado en el egoísmo, en la competitividad con el otro, en la galería de objetos al uso que podamos exhibir, en el pisoteo al que nos da derecho un título o un puesto en cualquier institución. Hemos fabricado una sociedad capitalista e insensible, una sociedad de consumo material y de un vacío emocional sobrecogedor.

La temática de la educación, que es mantequilla de todos los noticiarios, no es responsabilidad de un grupo en específico. La educación del ser humano es un proceso en el que participan todos los agentes sociales que rodean a la persona en cuestión. Nuestra sociedad nunca mejorará si no se entiende que todos somos partícipes del proceso de formación y que ésta es fundamental en la construcción social. No sólo debe modificarse el sentido carcelario de las actuales escuelas; sino, también, el contenido intelectual y emocional que ahí se presenta. Además, aspectos que perdieron su sentido original en algún movimiento de piezas, como la jornada completa o las tareas para la casa, han de desaparecer como las conocemos; éstas, más bien, deben ofrecer una verdadera oportunidad de crecimiento en otras áreas que son saludables al cuerpo y al espíritu, también al intelecto, como lo son la práctica del deporte y de las artes.

Tal vez, el sentido de las escuelas del hoy y del mañana sea la socialización, la socialización que permita al individuo entender que se crece y se vive en comunidad, que el perjuicio del otro se convierte en un perjuicio a uno mismo más temprano que tarde, que contribuir al bien común es contribuir al bien propio. Los niños y jóvenes deben volver a entender que jugar es una práctica de socialización, y que no sólo se juega con personajes virtuales que aparecen y desaparecen en teléfonos y equipos electrónicos, sino que también se puede jugar entre personas, con reglamentos y posibilidades, con deberes y derechos, como en la vida misma. Sin embargo, no se puede exigir a los educandos nada mientras sus padres no entiendan el sentido. Nada tendrá sentido mientras no almuercen juntos dialogando, mientras los aparatos electrónicos sigan haciendo de las individuales personas geniales con muchos “me gusta” en las redes sociales, pero a la vez incomunicadas y apáticas en lo cotidiano. Mientras lo que cultiva el intelecto sea algo ajeno al hogar y se transforme en una presión incalculable para el joven en el contexto del aula; por ejemplo, la lectura no podrá ser una práctica habitual ni agradable en jóvenes que no tienen acceso a los libros y a la cultura en general, por más que muchos padres se excusen en el costo del libro objeto para no leer, al tiempo que el nuevo televisor HD le ofrece pulgadas extras de ignorancia. Mientras el diálogo tenga su máxima expresión en monosílabos, y las muestras de afectos se reduzcan a objetos materiales. Mientras la reina de la mesa no sea la palabra agradable, sino la farándula mediática, poco podemos esperar. Mientras otro largo etcétera de situaciones no cambie de raíz, poco podemos esperar.

Por otra parte, el profesorado, herramienta oxidable bajo el yugo del sistema, debe entender que lo principal en la formación es la persona, el interior del individuo, su bienestar psicosocial, las habilidades que esta pueda desarrollar y su riqueza valórica. La persecución del contenido frío, sin aplicación práctica, ha llevado a que nos desarrollemos en muchos ámbitos que en nada se relacionan con la esencia humana; por ejemplo, que nuestra sociedad no haga de la tecnología un elemento al uso de la convivencia y la superación, sino un elemento de disgregación y de embotamiento general. En este sentido, la ciencia, por ejemplo, ha sido un laboratorio lleno de virtudes; pero, a la vez, no ha podido equilibrar la balanza con todo lo positivo que entrega frente al perjuicio masivo que ha extendido con la creación de métodos de matanza masiva y otros males.

Ejercer el liderazgo en el aula es una tarea quijotesca en tiempos de penurias. El papel del maestro abarca lugares recónditos del corazón del niño, ahí es donde se vuelve padre y madre, amigo, confidente, y un sinfín de roles que ningún empleador podrá pagar como corresponde, ni una sociedad ingenua en reformas podrá retribuir. La educación debe alimentar al espíritu. La educación debe alejarnos del bullicio de ignorancia que sólo causa un letargo útil para que cualquiera ejerza poder sobre nosotros. Nuestra sociedad futura, nuestros niños, necesitan que el corazón vuelva a latir con lo sencillo y cercano a la esencia humana: al cuidado de la tierra misma, al goce de las artes y el despertar del intelecto, al antiguo mandamiento de amar al prójimo como uno mismo.

 

 

 

 

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